miércoles, 22 de octubre de 2014

NO IMPORTA SU NOMBRE. NI QUIEN ERA. SOLO ES UN DÍA PARA RECORDARLA. Hablando de bienes, de logros, de seguridad


Hablando de bienes, de logros, de seguridad

NO IMPORTA SU NOMBRE. NI QUIEN ERA. SOLO ES UN DÍA PARA RECORDARLA.

Era la persona más abierta a comprender las diferencias y diversidades de la vida. A respetarlas. Y a apoyar las nobles causas. Las grandes y las chicas.

Pero había un cuerpo de principios y valores que no subía a su mesa de discusión. Tampoco los discutía. Los practicaba. Como signo, identidad y testimonio de vida. Eran su sello y firma.

Ese Diciembre del 2012 me peleé feo con ella.

Porque con ella, sobre la base de valores conque forjó su espacio en el mundo, no era que ibas a contradecirla y podías insistir y buscar argumentos que la pudieran convencer. No. Ella tenía las cosas muy en claro. No tenía dudas.

No porque la elocuencia de sus palabras dieran cuenta irrefutable de sus principios. No.

Sus construcciones lingüísticas eran cortas, básicas. Casi precarias. Ni siquiera concisas. No tenían respaldo teórico ni intelectual ni una terminología exuberante de recursos idiomáticos que expresaran con precisión y claridad sus convicciones, pensamiento, decisiones o actos. No.

La contundencia de su mensaje estaba inequívoca e indubitablemente en su testimonio de vida. En su ejemplo. En su actitud y en su accionar cotidiano y permanente. En la consecuencia y coherencia imperturbable a lugares, circunstancias y tiempos.

No en la palabra sino en la acción. Y ahí era tan fuerte y sólida su verdad, como tan irrefutable e inmensa su razón.

No solía considerar hechos o resultados. Prefería hacerlo con las motivaciones que conducían a ellos. Las causas más profundas que determinaban los procedimientos, actitudes o conductas. Los valores y sentimientos que animaban a una persona a obrar de una manera.

En ese rigor práctico y ético fue marcando el camino. Criando a sus hijos. Signando su tiempo.

Cuando quise empezar la discusión, se terminó. Duró lo que duraron sus silencios. Lo que no decían sus labios lo decía el brillo de sus ojos. Cansados. Sensibilizados con el tiempo.

Yo estaba seguro de tener razón, pero no podía advertir que mi idea la estaba hiriendo.

La propuesta le arrancó un “nó”. Inmediato. Contundente. Casi violento.
-Por qué no?. Fue mi tímida pero osada insistencia.
-Porque no quiero!.

Un nivel de voz que, sin agregar otra palabra, se entendía claro que también decía: “Se Acabó”.

Un tono más arriba del que venía pero terminante. Fulminante.

El aire solía rodearla diáfano y cálido en sus charlas. Apacible. Pero también podía volverse oscuro y frío cuando se lo proponía. Congelante.

No había margen para seguir la conversación.

Cuando algo le tocaba el alma se le quebraba la voz. Noté que ya no era tan fuerte como antes. Pero ella sabía que hasta ahí no debía llegar.

No podía decodificar su posición tan terminante. Mis neuronas no encontraban fundamento lógico.

Pensé que se presentaría una mejor oportunidad para convencerla. Que mis argumentos eran demasiado sólidos e indiscutibles. Que el tiempo jugaría a mi favor.

Fue más que indicativa la ocasión para girar la charla de pleno en temática y tenor, e intentar introducirme en el rincón más cálido de su corazón y su mirada clara. Allí donde se recreaban sus alegrías y tristezas, sus amores y dolores: familia, amigos, vecinos y todos aquellos en los que veía reflejada su propia historia y su propio destino. Que es el destino errante del dolor humano. Que es también mi propia historia y mi propio destino.

Y como el código penal no dice nada de robar mimos, le entré por su parte más débil. Su mayor dicha pero también su mayor vulnerabilidad. Era pedirle ayuda, apelar a su generosidad. Nada le proveía mayor alegría que dar. Darse. Entregarse al que pudiera necesitar.

Los hilos raídos de los botones de mi saco amenazaban caerse en cualquier momento. Mi pedido de ayuda, su sabiduría en estos temas, la presta solución, y la mutua felicidad. Todo en su lugar.

Así terminó el primer round. Con final feliz.

Me latía en la sangre lo que no podía entender que fuera otra cosa que la irracionalidad de un capricho. Qué razón imperceptible a mis sentidos e inalcanzable a mis sensaciones podría justificar semejante respuesta.

Pero, no cabía otra cosa que centrar mi atención en esa incomparable sensación de su visita, de las caricias al alma que esto me representaba y que yo tenía que corresponder. Aunque sabía que jamás podría ser capaz de devolverle todo el amor que me daba, que siempre me dio. Desde su precocidad para hacerse cargo de la vida hasta la generosidad conque a la vida le pagó.
Esa fue su última lección. Tan inmensa.

El color de mi piel debería estar denunciando que era más que pudor.

Yo la conocía tanto.

No tuve tiempo de pedirle perdón.

En ese diciembre, ardía el sol, quemaba el viento, faltaba el aire y hasta las noches se brotaban en sudor de sábanas mojadas y descanso escaso de horas despiertas.

La primavera ya venía anunciando humedades vaporosas de calientes jornadas.

El fastidio musical de los mosquitos se empezaba a florear con la fama de cargar a cuestas un muestrario triunfal de nuevas y viejas pestes que ya venían dando cuenta de la humana debilidad.

Las altas temperaturas preanuncian las repetidas alarmas por deshidrataciones, desmayos, alertas a la hipo e hipertensión.

Las condiciones tan apropiadas a la irritabilidad de los humores no eran los mejores anuncios de momentos confortables ni de placentera sociabilidad.

Estas circunstancias suelen ser propicias para comprender la afrenta de los placeres que el verano ofrece a través de las pantallas de televisión, en la tremenda injusticia de saber que quienes más los merecen, ven nacer y estimularse sus deseos, sin la mínima posibilidad de acceder a ellos.

Ella lo veía claro. No porque se sintiera atraída por esos placeres de ostentación, sino porque la vida le había enseñado bien, donde se recrea el dolor de la humillación y dónde nace el germen, de la violencia y de la declamada inseguridad.

Pero todo era muy sencillo y muy claro para ella.

Simplemente le había ofrecido, comprado y regalado un aire acondicionado para su habitación.

En realidad, es una forma inapropiada de decirlo.

Ella me había brindado la oportunidad de acceder a las condiciones y recursos que me permitían cumplir mínimamente con la posibilidad de satisfacer una necesidad real que, a mi entender, se vislumbraba. Que en realidad no era un regalo, era parte de las soluciones recíprocas naturalmente dispensadas.

No representaba una inversión significativa ni grandes costos de consumo. Y sí un cambio sustancial en su calidad de vida.

Importante, merecida, necesaria. Impostergable a los riesgos de su salud y a su bienestar diario.
Era natural. Sencillo.

Solo que no formaba parte de sus valores.

Yo debía saber claramente que no adhería a las soluciones personales, los logros individuales o los bienes materiales.

Yo lo sabía. Nunca me lo había dicho pero siempre fue muy elocuente en el ejemplo. En su filosofía de vida. En cada una de sus acciones.

Como también lo sabía a través de esas sólidas convicciones que supo transmitir en la coherencia de lo que hacía, de lo que decía, de lo que pensaba, de lo que sentía.

De lo que sentía.

La misma felicidad que la hacía plena en cada logro colectivo, compartido, era tan grande como su dolor ante la desigualdad que entre sus seres queridos, provocaban esos mismos logros cuando eran individuales, personales, materiales, ajenos e indiferentes al dolor y la injusticia del que no gozaba de esa oportunidad.

Esos fueron sus sentimientos. Ese es su mandato.

Tal vez sin ser consciente de toda su dimensión humana, de esa inclaudicable escala de valores que la exponía en toda su grandeza, en esa irreverente, defraudante, avergonzante y última vez conque insistí en mi intención de colocar el aire acondicionado. hubo lugar para la postrer enseñanza, para su inexcusable mandato.

Simple, sencillo, práctico, claro, inconfundible. Pero tan profundo, que también es capaz de marcar un camino para que la paz, la justicia, la solidaridad y una mejor convivencia, ilumine los mejores pasos de la humanidad.

Sentí que el aire se cortó ante sus palabras. Secas, pocas, concretas. Firme, innegociable, definitivo y contundente. Final.

“Yo no voy a estar en mi pieza fresca con aire acondicionado mientras a pocos metros los chicos no tienen ni un ventilador y no pueden dormir de los mosquitos ni el calor”.
Era claro. La desigualdad le resultaba insoportable y, menos aún, si era ella la que estaba mejor.
Estaba todo dicho.

Ese es el camino y tu última lección.

Irrefutable.

Gracias.

Eternas e inmensas gracias.

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